15 feb 2008

De las culturas


LAS COLONIZACIONES: HACIENDO MEMORIA

Dimensión Misionera acostumbra en esta sección a publicar los mitos de las culturas colombianas pero en esta ocasión hablaremos de cómo es y cómo se formó la cultura de los colonos: una población ubicada en nuestras selvas, que abandonada, se hizo beneficiaria de la consolación de los Misioneros de La Consolata a partir de 1951


Por: Gaetano Mazzoleni; antropólogo, IMC


El desplazamiento por la acción del paramilitarismo, de la guerrilla, del narcotráfico o de los monocultivos se ha transformado en el tema del día y obligatorio, pero esta no es una historia nueva en Colombia; es que demasiadas veces los colombianos nos olvidamos o desconocemos nuestra historia.

Al hablar de la presencia de los Misioneros de la Consolata en el Caquetá y Putumayo a partir de 1951, es obligatorio hacerlo sobre otro tipo de desplazamiento el de la “colonización”.

Por colonización en Colombia se entiende el proceso de la ocupación de tierras consideradas baldías con la finalidad de aprovecharlas y establecerse en ellas definitivamente. Este fenómeno ha implicado una migración interna, un desplazamiento de masas de personas hacia un territorio, por lo general desconocido, para establecerse con sus familias portando consigo sus usos y costumbres.

Los Departamentos del Caquetá y del Putumayo podrían considerarse como el resultado de personas desplazadas de otros departamentos (Huila, Tolima, Antioquia, Caldas, Valle, Quindío, Cundinamarca, Boyacá, Nariño) que interactuaron con un medio geográfico hostil y desconocido: el amazónico. Dicho territorio debía ser conquistado o sometido en un proceso de adaptación biológica, económica, social y cultural, y no invasivo. De esta interrelación y de las formas de producción posibles surge la realidad sociocultural del colono y su estilo de vida.

Una verdadera colcha de retazos culturales

El colono en los años de 1950 – 70 proveniente de varias regiones del país, percibía el territorio del Caquetá y del Putumayo como una novedad, una frontera, una zona de refugio. Eran peregrinos sin tierra, sin trabajo. Llegaron con un hacha, un machete, una escopeta de fisto, un perro y detrás, su compañera asustada y, frecuentemente, con un rosario de hijos.

La frontera geográfica era la selva: esa tierra inhóspita de clima malsano, caliente y húmedo, de largas distancias, aislamiento y dispersión. "Se lo tragó la manigua" era una expresión corriente. La manigua: entre mito y leyenda, entre realidad y fantasía. Las grandes distancias y el aislamiento determinaban las categorías de tiempo y de espacio: todo se medía por días/horas a caballo, por días/horas en bote a motor.

El colono se encontraba con la necesidad de fundar un pueblo, tener una tienda donde poder comprar sal y petróleo para alumbrar. Donde llegaba éste todo estaba por hacer: caminos, carreteras, escuelas, puestos de salud, agua, luz... “todo”. Percibía el territorio también como una frontera humana caracterizada por la presencia de los pueblos indígenas Coreguajes, Uitotos, Sionas, Cofanes...

Es por eso que, la vida social de la vereda, conformada por casas esparcidas y distanciadas entre sí, ha sido reformulada con repercusiones frecuentemente negativas en las relaciones familiares, así como con el vecino generalmente desconocido, proveniente de otro departamento, con usos y costumbres diferentes, lenguaje diferente trabándose relaciones de desconfianza.

El colono detrás de un sueño. En busca de....

La provisionalidad ha sido una de los aspectos que lo ha caracterizado: casas dispersas que gradualmente se conformaban en veredas o caseríos, que surgían alrededor de una escuela, de una “fonda” o de una tienda, prometedoras al comienzo y que imprevisiblemente decaían y desaparecían. Todo era provisional pues esperaban que el Estado y el Gobierno de turno hicieran presencia para proporcionarles los servicios básicos y así lograr una aceptable calidad de vida.

El colono llevaba consigo la imagen del modelo rural de entonces: el campesino minifundista que pertenecía a una vereda formada por casas vecinas cuyos integrantes eran generalmente familiares entre si. En la nueva ocupación del territorio estos modelos entraron en crisis y tuvieron que ser reformulados.

La tierra no era ya la tierra del modelo andino sino de otro tipo: era una superficie cubierta de selva que debía ser vencida derribándola; la contextura misma del terreno resultó diferente, no ya la tierra cafetera de Antioquia, Caldas, Quindío, o el Valle, era tierra gredosa, ácida que no se podía picar con el azadón o con el arado y hasta el ritmo de las lluvias, tan importante para la agricultura de aquel tiempo, era diferente; se vivía en grandes períodos de lluvia y en períodos secos. El colono experimentó en su propia piel lo que era la tierra del Caquetá y del Putumayo. El mito “de la tierra prometida”, resultó una gran desilusión. El “paraíso verde” concluyó en un “infierno verde”

La ley del hacha

Ese territorio baldío y selvático debía ser ganado derribando la espesa e inhóspita foresta para transformarlo en tierra apta para la agricultura: la gran ilusión. Así el colono se encontró viviendo en la “otra Colombia”: situados al otro lado de la cordillera, estaban normalizados en la vigencia de la ley del hacha y el monte. Los colonos se descubrían como excluidos y marginados sociales, expulsados por la violencia o la pobreza en busca de un pedacito de tierra donde caerse muerto, y la colonización era percibida como el último refugio, como la última tabla de salvación.

Colonización espontánea y colonización dirigida

Ambas colonizaciones se daban al mismo tiempo en el Caquetá. Estaban en auge el modelo de finca ganadera tipo Larandia y el INCORA con experimentos en cultivos de arroz, maíz, caña de azúcar, palma africana, caucho, ganadería... El modelo de producción andino e interandino fue transferido a la Amazonía sin que el INCORA y las Agencias del Estado lograran ofrecer al colono un modelo válido y sostenible de parcela.

Desde entonces la colonización del Caquetá y del Putumayo se perfilaba como una zona de conflictos. Varios factores interrelacionados estaban propiciando la formación de un “caldo de cultivo”, un clima favorable para la violencia. En el subconsciente el colono se preguntaba: "¿Hacia dónde va la colonización? ¿Cuál futuro me espera?" Preguntas que hoy siguen siendo actuales para la Amazonía.

La religiosidad

El colono aún olvidado por el Estado y su gobierno de turno y en la lucha por sobrevivir, ha encontrado un apoyo y un punto de referencia en el acompañamiento del Misionero de la Consolata. La llegada del Padre para la celebración de los sacramentos era por otra parte un motivo y también un intento de consolidar la “colcha de retazos culturales” los cuales encontraban por lo general un motivo de identidad en su tradición católica. Con frecuencia se hacía presente también el Obispo, mons. Ángel Cuniberti, el cual además de las confirmaciones se hacía vocero delante del gobierno regional y nacional acerca de las necesidades de los colonos, sobre todo en educación, salud, apertura de caminos, mercadeo, etc. Las celebraciones y reuniones religiosas ayudaban a estrechar lazos de amistad y vecindad a través de la fiesta y hasta del padrinazgo.

En conclusión la colonización ha sido y es violenta por sus dinámicas intrínsecas: por el enfrentamiento del colono con la naturaleza; por la exigencia de una adaptación biológica, social y económica; por la respuesta imprevisible de la naturaleza (inundaciones, sequías y pestes) y por las frustraciones sufridas. Estas dinámicas unidas a la ausencia del estado, la ausencia de políticas ambientales, sociales y culturales para la Amazonía, la baja gobernabilidad por la ocupación desordenada del territorio.

La colonización ha dejado una población dispersa, social y culturalmente desintegrada, una degradación ambiental, una crisis de identidad cultural, a la vez que valores humanos, éticos y morales resquebrajados.

Para el colono queda el gran reto de la formación de la sociedad civil y de una identidad regional amazónica.



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